En cuestión de semanas varios países de América Latina han entrado en crisis de gobernabilidad. Se puede identificar los sucesos que las han ocasionado. Más complicado es precisar los modos en que cesen esas crisis. Ni hablar de las fechas en que finalizarán. Para una región que ya veía con preocupación el término de esta década y el inicio de la próxima, los acontecimientos de los últimos tiempos aumentan las interrogantes.
En la medida que las dificultades políticas se manifiesten con mayor énfasis, el atractivo para las inversiones se hace menor. En un escenario global caracterizado por el desplazamiento de inversiones a los países de Asia, los tiempos de enfrentamiento político no contribuirán a revertir esa tendencia. Especialmente porque estas crisis de gobernabilidad son expresiones de las restricciones de nuestras sociedades para contar con vías institucionales que promuevan acuerdos por la democracia y el bienestar. Si las actuales crisis no favorecen que se fortalezcan esos mecanismos, es bastante probable que las restricciones aumenten. Lo cual es más riesgoso en una región que crecerá en 100 millones de habitantes para 2030, con la consiguiente demanda en servicios para la población joven, pero también con los beneficios requeridos para los grupos en edad de jubilación.
Una perspectiva, bastante simplista por lo demás, asume que, ante estas dificultades en el ámbito político, se debe mantener la inversión en áreas sociales, por ejemplo, en educación, y que, con la apuesta a la recuperación económica, entonces la región tendrá mejores perspectivas. Tal enfoque no toma en cuenta, en primer lugar, el pobre desempeño de la región para crear valor con aceptación en los mercados internacionales. Y también pasa de lado la notoria realidad de que sin estabilidad política no son posibles los acuerdos para alcanzar la sostenibilidad del desarrollo.
Se constata con frecuencia que liderazgos políticos insisten hasta el cansancio, como un estribillo sin esencia, que la solución para el desarrollo es la educación. Que, si se hacen los esfuerzos para educar a los que no están en la escuela, entonces, casi por arte de magia, los países progresarán. Se asume que esas personas tendrán las competencias para desempeñarse en el mercado de trabajo, y de esta forma obtener los recursos para sus familias. Así de simple.
Esa creencia no toma en cuenta, ese “pequeño detalle”, que esas personas requieren sitios en los cuales puedan utilizar esas competencias. Es decir, se requiere que existan empresas con planes de expansión, en el marco de economías ordenadas y en crecimiento para crear valor. Y también se requieren las condiciones de flexibilidad para crear nuevas empresas, muchas de ellas fomentadas por esas personas que egresan de instituciones de formación. Sin esos espacios para que las personas trabajen, la educación terminará formando más migrantes para otros contextos.
Todo lo anterior es de mayor significación cuando se examina la disponibilidad de recursos humanos para crear conocimientos que promuevan innovaciones. Es decir, aquellos que podrían diseñar las alternativas productivas o de servicios compatibles con las tendencias de generación de conocimientos en la tercera década del siglo XXI. Si comparamos la disponibilidad de esos recursos humanos, según el Banco Mundial, en el año 2000 Japón contaba con poco más de 5.077 investigadores por cada millón de personas, la cifra más alta en el mundo. En el año 2010, Finlandia alcanzó el primer lugar en este indicador, con 7.720 investigadores por millón de habitantes. En 2016, Dinamarca ocupó el primer lugar con 7.845 investigadores por millón de habitantes. Puede notarse que en apenas 16 años el número máximo de este indicador aumentó más de 50%. La demanda de estos recursos humanos especializados debe ser una de las altas en el mundo.
Mientras esto sucede en los países de mayor inversión en ciencia y tecnología, la diferencia con los países de América Latina es inmensa, al menos para 2016 (últimas cifras disponibles en muchos de ellos). Argentina, por ejemplo, tiene 6 veces menos investigadores por millón de habitantes que los tres países señalados anteriormente. Brasil tiene 11 veces menos, Chile 15, México 23, Venezuela 27, Colombia 88. Con una desproporción de esta magnitud, es obvio que las posibilidades de acortar la distancia son muy bajas.
La situación anterior era previa a las crisis de gobernabilidad de los últimos meses. No es muy difícil imaginar que las perspectivas para enfrentar estos grandes retos se han venido a menos. Como en tantas áreas de la vida, lo primero para solucionar un problema es reconocerlo. A diferencia del ajedrez, en el cual es buena práctica anunciar al contrario la jugada de “jaque”, esta situación pasará desapercibida en la agenda de los países. Lo inmediato se sobrepondrá al mediano y largo plazo.
Es verdad que el futuro de nuestros países está en jaque, pero también es cierto que están en jaque especialmente los liderazgos políticos de la región que siguen pasando de lejos a los temas del futuro. Es muy probable que no se hayan dado cuenta del jaque, y en consecuencia agravan la situación comprometida para los cientos de millones de habitantes en nuestra región. El jaque es bastante serio y profundo. Y, lamentablemente, puede ser más severo. El reto de la región es enfrentarlo con estrategia. Mientras más temprano, mejor.
Politemas, Tal Cual, 27 de noviembre de 2019
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