Al final de la segunda década del siglo XXI, parece estar muy claro que el futuro de las sociedades está cada día más ligado a la ciencia y la innovación. Esa premisa no es nueva. Ya Adam Smith la había postulado en 1776, al preocuparse por explicar las causas de la riqueza de las naciones. Su interés era dilucidar los factores que influían en que algunas naciones fueran ricas y otra no. A finales del siglo XVIII la pregunta era de gran importancia. Las dinámicas del poder político en Europa y la existencia de todo un mundo más allá de los mares (América, Asia, Africa), hacían la pregunta muy relevante. Lo cierto es que la interpretación de Adam Smith era extraordinariamente sencilla: las naciones son ricas cuando aumentan la diversidad de lo que producen.
Lo que sucede en el siglo XXI es que el nivel de diversidad de lo que se produce está en topes históricos. Los descubrimientos de las últimas décadas han favorecido la producción de bienes que eran difíciles de imaginar incluso pocos años atrás. Ahora se producen dispositivos de inteligencia artificial que pueden volar, ir al fondo del océano, reconocer imágenes de exploraciones diagnósticas, realizar funciones cada día más avanzadas. También se puede identificar los genes que influirán en la aparición de enfermedades años más adelante. En fin, pareciera que la creación de posibilidades científicas y tecnológicas tiene cada día menos límites.
En la medida que se ha elevado la diversificación en la producción de bienes, también ha aumentado la brecha entre los países. Aquellos que han reformulado las políticas públicas para adaptarse a estas nuevas dinámicas han alcanzado estadios más avanzados. Para medir el nivel de diversificación productiva, se ha propuesto desde hace una década el Índice de Complejidad Económica (ICE). Este índice permite clasificar los países en función de la complejidad económica. A mayor índice, mayor complejidad económica, es decir, mayor diversificación productiva, y, en consecuencia, mayores posibilidades de sostenibilidad y riqueza. El índice varía entre valores positivos y negativos. Los países con índice positivo producen más bienes que el promedio de los países, los países con índice negativo producen menos bienes que el promedio de los países. La sostenibilidad de la creación de riqueza es mayor en la medida que el índice sea más alto.
En el sitio web del Atlas de Complejidad Económica de la Universidad de Harvard se pueden encontrar los valores del ICE para 2016 (último año disponible). Solo cuatro países del mundo tienen valores superiores a 2 en el ICE (Japón, Suiza, Corea del Sur y Alemania). Otros países tienen valores superiores a 1,5 (Singapur, Austria, República Checa, Suecia, Finlandia, Estados Unidos, Hungría). La inclusión de países como Corea del Sur, Singapur, República Checa, Hungría, en este selecto grupo indica que al final de cuentas las mejoras en la complejidad económica son expresiones de políticas. Así como se pierde complejidad, también se puede aumentar a través de decisiones de la sociedad.
Visto este escenario, cabe preguntarse por el desempeño de los países de América Latina con respecto al ICE. En 2016 el único país con ICE superior a 1 fue México (1,1). Otros países tienen valores positivos del ICE: Panamá (0,67), Costa Rica (0,25), El Salvador (0,13), Brasil (0,13). Los restantes países de la región (15) tienen valores negativos.
Si comparamos con la medición de ICE disponible para 1996, se aprecia que para esa fecha América Latina tenía cuatro países con valores positivos (México, Brasil, Uruguay y Argentina). Solo México aumentó el valor de ICE en 2016. De hecho, Uruguay y Argentina dejaron de tener valores positivos, y Brasil disminuyó notablemente.
En este contexto, existen indicios claros de que la complejidad económica no es la característica preponderante de América Latina. En pocos países se nota un ritmo de desarrollo compatible con la creación de riqueza. Las consecuencias son, por supuesto, lamentables. En la medida que la diversificación productiva no sea un referente para las políticas públicas, las condiciones de vida de los latinoamericanos no alcanzarán los niveles exigidos en el siglo XXI. Pareciera que la región se ha convertido en un mero espectador de los profundos cambios que está experimentando el mundo. Otra forma de mostrar las grandes deficiencias de las políticas públicas, están impidiendo la construcción de un mejor futuro.
Politemas, Tal Cual, 5 de septiembre de 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario