La tasa de mortalidad infantil ha sido considerado como uno de los indicadores de referencia para analizar el bienestar de los países. Una de las ventajas es que es relativamente muy sencillo. Se toma el número de defunciones en menores de un año para el año de análisis y se divide por el número de nacidos vivos registrados. Esa cifra se expresa en defunciones en menores de un año por cada 1000 nacidos vivos registrados.
Este indicador no solamente expresa las condiciones de vida de los niños. También es de utilidad para expresar el nivel de bienestar de los países. La lógica es sencilla. Si en los países existen condiciones de bienestar, es esperable que los más beneficiados sean justamente los más desprotegidos, es decir, los niños. Pero también este indicador nos da información sobre las condiciones de vida de las madres. A menor mortalidad infantil también se encontrará menor mortalidad materna. Incluso en algunos países, con sistemas de información menos desarrollados, la mortalidad materna, por ser más notoria que las muertes infantiles, puede ser de utilidad para estimar la mortalidad infantil con más precisión. Además, la mortalidad infantil es una excelente medida para expresar el máximo de mejoras en las condiciones biológicas. Es decir, en la medida que se reduzca la mortalidad infantil se está más cerca de las muertes que no pueden ser evitadas, al menos con la tecnología disponible.
De acuerdo con lo anterior, la mortalidad infantil es una evidencia de la capacidad de los sistemas de salud para acercarse al máximo de muertes evitables, En otras palabras, en los países en lo que se tenga la menor mortalidad infantil, deben encontrarse el máximo de posibilidades para disminuir las muertes evitables, con la tecnología disponible para el período considerado.
En 1960, de acuerdo con la base de datos del Banco Mundial, los cinco países que tenían la menor tasa de mortalidad infantil eran: Suecia (16,3 defunciones por cada 1000 nacidos vivos registrados, Holanda (16,5), Islandia (17,5), Noruega (18,4) y Australia (20,4). Podría señalarse que en esos países se habían conjugado las condiciones institucionales y tecnológicas para reducir la mortalidad infantil en mayor magnitud para ese año. En 2016 (último año disponible) los cinco países con menor mortalidad infantil eran: Islandia (1,6), Eslovenia (1,8), Finlandia (1,9), Japón (2) y Luxemburgo (2). De manera que solo Islandia permaneció en el grupo de menor mortalidad.
Ahora bien, cuando se analiza a los países con mayor mortalidad infantil en 1960 para conocer la brecha con respecto a los de menor mortalidad en 2016, encontramos que la brecha ha aumentado en todos ellos. Por ejemplo, Afganistán tenía 15 veces más la tasa de mortalidad infantil que Suecia en 1960 (el país con menor mortalidad infantil). En 2016, la brecha había aumentado a 33 veces con respecto a la mortalidad infantil de Islandia (el de menor mortalidad infantil de ese año). Las brechas de Liberia, Costa de Marfil, Nepal y Sierra Leona también se han multiplicado más de tres veces en algunos casos.
Es bastante claro, en consecuencia, que las reducciones de la mortalidad infantil no se trasladan automáticamente a todos los países. Las condiciones particulares de cada país, y de cada sistema de salud, influyen para que los niños en ese contexto puedan disfrutar del máximo de disponibilidad institucional y tecnológica. En muchos países, justamente por las debilidades en esos aspectos, las brechas han aumentado a pesar de los avances realizados en el mundo en los últimos sesenta años. Lo cual nos lleva entonces a influir en las condiciones concretas en las cuales operan las políticas de salud. De lo contrario, solo se puede esperar el aumento de las brechas en mortalidad infantil.
Politemas, Tal Cual, 30 de mayo de 2018
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