Venezuela ya no tiene democracia. Son evidentes las características autoritarias del actual gobierno. Es urgente, en consecuencia, acometer la tarea de redemocratizar al país. No sólo para restaurar una democracia plural y respetuosa de todas las tendencias, garante del equilibrio de poderes y de la alternabilidad. También es necesario una democracia que coloque en el centro de la agenda pública a los problemas reales de todos los venezolanos.
Esta redemocratización no tiene antecedentes. No hay recetas que seguir. Es una hora que exige gran reflexión colectiva. Todo el esfuerzo que realiza la sociedad democrática debe tener cauce, expresión concreta, tanto en el período hasta las elecciones del 3 de diciembre como en las etapas posteriores.
Desde la muerte de Gómez, los venezolanos sólo nos hemos enfrentado una vez a la experiencia de redemocratizar el país. El golpe de noviembre de 1948 acabó con el gobierno constitucional electo el año anterior. El país necesitó más de diez años para recuperar el derecho al voto como mecanismo de selección de sus gobernantes. Para ello se logró un acuerdo: el Pacto de Puntofijo. Quizás una de las experiencias redemocratizadoras más exitosas en el contexto internacional.
Un nuevo acuerdo de redemocratización requiere conocer los éxitos, pero también las deficiencias del Pacto de Puntofijo. Cincuenta años más tarde tenemos otro país, otras circunstancias. Sin embargo, el análisis de sus aportes y limitaciones es de gran valor para diseñar y concretar los nuevos acuerdos.
El Pacto de PuntoFijo estableció reglas para alcanzar un marco constitucional aceptado por todos. Basado en el respeto a la voluntad popular, y en la fortaleza del llamado “Gobierno de Unidad Nacional”. El gobierno del período 1959-1964 requería una alianza de los partidos opuestos al militarismo y a la tradición dictatorial. Por ello se aprobó el “programa mínimo común”. Los partidos signatarios (AD, COPEI, URD) acordaron un conjunto de políticas para presentar al electorado.
La aplicación de dicha reglas influyó de manera significativa en el orden político que tuvimos los venezolanos entre 1959 y finales de los setenta. En primer lugar, se logró eliminar la tensión derivada de las apetencias continuistas. El impedimento de la reelección contribuyó a diversificar los liderazgos y las tendencias. En segundo lugar, el país tuvo estabilidad y progreso. A pesar del período de la guerrilla, en gran parte de los sesenta, la coincidencia de los sectores democráticos posibilitó un clima que incluso favoreció la política de pacificación que permitió la participación de muchos sectores políticos. Finalmente, el Pacto de Puntofijo favoreció un sistema abierto, con alternabilidad aceptada y respetada.
No todo fue exitoso. Hoy en día es claro que el Pacto de Puntofijo fue una alianza de sectores políticos organizados que excluyó a otros actores. Parte de la inestabilidad ocasionada por la lucha guerrillera tuvo su origen en tal exclusión. Quizás los partidos políticos de la época eran las instituciones más representativas. Hoy también sabemos que su preponderancia debilitó el desarrollo de otras instancias de mediación de los ciudadanos entre sí y con el Estado.
La miopía de los partidos del Pacto ocasionó muchas de las deficiencias de nuestro sistema político en los ochenta y noventa. La posibilidad de reelección presidencial (diez años después), actuó como freno a la renovación del sistema. También hoy sabemos que el bienestar de los ciudadanos no fue el criterio permanente de la alianza. La incapacidad para enfrentar el deterioro social y económico de finales de los setenta es una prueba de ello. Por último, es evidente que los mecanismos de seguimiento del Pacto de Puntofijo prácticamente fueron inexistentes.
El Acuerdo Nacional por construir debe tomar las enseñanzas del Pacto de Puntofijo. Tanto sus éxitos como sus fracasos. Toda su historia nos debe ayudar a reformular nuestra capacidad de acordar. Tanto más si queremos que nuestro futuro democrático sea duradero.
Politemas, Tal Cual, 20 de septiembre de 2006
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