El gobierno del candidato continuista ha dejado nuevamente en evidencia el respeto que tiene por los funcionarios públicos. Sean ellos de la administración pública o de las empresas del estado. Para el gobierno, los funcionarios públicos son piezas de la máquina revolucionaria, sometidos a los dictados de la más alta instancia del autoritarismo incompetente que hemos tenido en los últimos ocho años.
Ya no es solamente la elaboración de listas con el registro de las posiciones políticas. Con su consecuente utilización para discriminar y despedir a los funcionarios que manifestaron opiniones contrarias a la tendencia oficial. Ahora es la utilización de los recursos del poder para conminar voluntades. Para intentar imponer de la manera más flagrante la visión totalitaria que ya se percibe con especial preocupación en muchos sectores del país.
Para el gobierno es letra muerta el contenido de la propia Constitución de 1999 sobre la administración pública. El artículo 141 señala que la Administración Pública “está al servicio de los ciudadanos y ciudadanas y se fundamenta en los principios de honestidad, participación, celeridad, eficacia, eficiencia, transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad en el ejercicio de la función pública”. Allí nada se menciona que los funcionarios públicos deban seguir las directrices político-ideológicas de los superiores jerárquicos.
Todavía más. El artículo 145 indica expresamente que los funcionarios públicos “están al servicio del Estado y no de parcialidad alguna”. También se señala que “el nombramiento y remoción no podrán estar determinados por la afiliación u orientación política”.
Un gobierno que ha desconocido el texto constitucional prácticamente desde su aprobación, no puede tener mayores pudores a la hora de irrespetar a los funcionarios públicos. Desde hace mucho tiempo están a la orden del día las destituciones por razones políticas, la utilización de métodos de propaganda partidista en instituciones públicas, la prohibición de expresar opiniones contrarias al pensamiento oficial, la eliminación de los espacios de disenso, la exigencia de participar en actos públicos en contra de la voluntad de los funcionarios.
El actual gobierno ha vulnerado el concepto de servicio público. Ha interpretado que laborar en una institución del Estado es sinónimo de aceptación incondicional de los planteamientos políticos e ideológicos del liderazgo “revolucionario”. Se ha producido un retroceso extraordinario en los esfuerzos que se habían realizado en el país para incorporar mayor institucionalidad en la función pública. A las deficiencias clientelares del pasado, hemos sumado una mayor desarticulación de la gestión pública. Si hay un espacio de la vida venezolana en la que se puede palpar con todo su dramatismo la imposición de una sola idea, una sola obediencia, ese es justamente la administración de las instituciones públicas.
Estos intentos de imposición coexisten con la tradición abierta y plural derivada de cuarenta años de ejercicio democrático. Los funcionarios públicos saben que la protección de sus derechos constitucionales no es una dádiva que se solicita a los gobernantes de turno. Saben que a pesar de las dificultades para discutir sus beneficios de contratación colectiva, el gobierno ha tenido que respetarlos. Que el régimen de protección social y laboral persiste a pesar de los intentos por eliminarlos.
Los funcionarios públicos también saben que sus derechos políticos son inalienables. Que los asiste la razón y la historia. Que la coyuntura electoral es mucho más que la decisión por un presidente. Es la decisión entre dos modos de vida. Uno que ha prometido mayor dominación de las conciencias. Y otro que ofrece la esperanza de recuperar la libertad de expresarse, la posibilidad de disentir, la opción de recuperar una mayor dignidad en la tarea de servir a todos los venezolanos, sin distingos odiosos. Los funcionarios públicos saben que la elección del 3 diciembre es una gran oportunidad para atreverse a cambiar.
Politemas, Tal Cual, 8 de noviembre de 2006
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