viernes, 22 de noviembre de 2019

Tendencias de las preferencias autoritarias en Chile

Los sucesos de las últimas semanas en Chile despiertan muchas preguntas sobre las perspectivas del desarrollo en América Latina. La tradición de institucionalidad que ha caracterizado a Chile en las últimas décadas, no es compatible con los sucesos violentos que han ocasionado más de veinte fallecidos y una significativa destrucción de bienes e instalaciones públicas y privadas. El hecho de que la situación política tiende más bien a complicarse, con un gobierno que tiene por delante más de dos años de período presidencial, configuran la situación de mayor complejidad por la que ha atravesado Chile desde la salida de la dictadura a finales de la década de los ochenta del siglo pasado.

Los avances en estabilidad política y económica de Chile han significado una referencia para el resto de los países de América Latina. También lo ha sido la implementación de programas exitosos en la protección social y en la reducción de la pobreza. Al mismo tiempo, también resulta significativo que Chile, a pesar del dinamismo económico, no ha mejorado la capacidad para crear y exportar manufacturas con altas tecnologías, que como sabemos es una expresión de sostenibilidad del desarrollo. Las últimas mediciones del Observatorio de Complejidad Económica del MIT y del Atlas de Complejidad Económica de la Universidad de Harvard (2017), indican que el índice de complejidad económica de Chile está superado por más de 60 países. Si a ello se suma, el descontento expresado por sectores estudiantiles, tanto de educación secundaria como universitaria en los últimos años, se aprecian las restricciones existentes en el acceso y calidad de ambos subsistemas. Y si agregamos que las pensiones otorgadas no satisfacen las necesidades de gran parte de la población que tiene derecho a ellas, así como la desprotección financiera en el sistema de salud, hay notorias razones para el descontento social.

Ahora bien, estas dificultades no son excepcionales en América Latina. Incluso podría señalarse que otros países tienen situaciones mucho más críticas en esos frentes. De manera que la explicación de estas manifestaciones de violencia, extendidas por varios días, y con indudables efectos en la matriz política del país, debe estar más allá de las circunstancias que afectan el diseño e implementación de políticas públicas. Es muy probable que tengan que ver con la posición de los ciudadanos de Chile ante la institucionalidad política, en el sentido más amplio del término.

Sobre una situación de esta complejidad, el primer paso puede ser formular algunas pistas e intentar identificar algunas posibilidades de respuesta. Afortunadamente se cuenta con estudios regulares que permiten realizar seguimiento de algunos aspectos de la opinión pública. Una fuente de gran importancia son las encuestas de Latinobarómetro que se realizan en España y América Latina desde mediados de los años noventa del siglo pasado.

Si se analiza la evolución de la preferencia autoritaria en Chile, como expresión del apoyo a la democracia, se constata que en 1995 el 19% de las personas indicaba que “en algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible”. Este porcentaje tenía el séptimo lugar más alto en la región (el primer lugar era ocupado por Perú con 26%). En ese año, Uruguay, España y Costa Rica eran los países con menor porcentaje en la preferencia por gobiernos autoritarios (8% en Uruguay y España, y 7% en Costa Rica).

Quince años después (2010), el porcentaje de preferencia por gobiernos autoritarios en Chile había descendido casi a la mitad (11%), uno de los menores de la región. De hecho, ese porcentaje corresponde al más bajo registrado en Chile en el período 1995-2018. En los últimos años, sin embargo, la preferencia autoritaria ha aumentado de manera sostenida. En 2015 alcanzó el 15%, y en 2016 ya se situaba en 19%. En 2018 este porcentaje llegó al valor histórico más alto (23%), el segundo porcentaje más alto en los países con mediciones para ese año.

Lo anterior significa que cerca de un cuarto de la población de Chile expresa que en algunas circunstancias el gobierno autoritario es preferible al democrático, o, dicho de otra manera, que el apoyo a la democracia se ha resentido en un segmento significativo de la población. Sobre la relación entre esta preferencia autoritaria y la expresión de la violencia es muy difícil identificar un hilo conductor. Lo que sí parece bastante probable es que la irrupción de protesta callejera, en muchas ocasiones bastante destructiva, no parece ser una expresión coyuntural. Es muy posible que sea el resultado de un sostenido proceso de desencanto con el funcionamiento de la democracia, o de la creación y expresión de nuevas demandas, o de ambas cosas.

También resulta significativo, especialmente por sus efectos en los próximos tiempos, que en 2018 el grupo de población con más preferencia autoritaria era el más joven (15-25 años). Igualmente es relevante el hecho de que, en el grupo de personas con estudios universitarios completos, el 31% expresaba la preferencia autoritaria en el mismo año. Todos estos factores presagian que la crisis política que ha vivido Chile en las últimas semanas dista mucho de ser un episodio pasajero, tiene raíces que han evolucionado en los últimos años y seguro configurarán nuevas exigencias. La capacidad de los liderazgos para entender y aproximarse a las alternativas políticas, en consecuencia, será quizás el factor fundamental para los próximos tiempos en Chile.

Politemas, Tal Cual, 6 de noviembre de 2019

miércoles, 6 de noviembre de 2019

2020: confluencia de crisis políticas y deterioro económico

En pocas semanas comenzará la tercera década del siglo XXI. Las expectativas que se han generado por lo que debería suceder en 2030, esto es, alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) aprobados en 2015, ilustra la importancia de los próximos tiempos, especialmente en el contexto de América Latina. El corto plazo puede indicar los retos y dificultades que experimentarán los más de 700 millones de habitantes que tendrá la región en 2030.

En los últimos tiempos ha quedado claro que los rasgos de inestabilidad política se han acentuado, especialmente en América del Sur, pero existen en toda América Latina. Las fallas de los gobiernos en el manejo de las políticas públicas, combinado con la pérdida de confianza en las autoridades electorales, se han agregado a las restricciones de la gobernabilidad democrática en muchos países. La manera en que evolucionarán estas circunstancias en los próximos meses es difícil de anticipar, pero es probable que las situaciones de enfrentamiento y conflicto tenderán a ser más complicadas.

Lo que ya sabemos con bastante detalle en los países de América Latina es que el deterioro de las condiciones económicas complica la gobernabilidad. En consecuencia, en la medida que se profundice la dificultad de las economías para crecer y crear empleos de calidad, solo se puede esperar que las restricciones políticas aumenten.

El último informe del FMI ilustra el preocupante escenario que se asoma para la gran mayoría de los países. Con la excepción de Paraguay, República Dominicana y El Salvador, todos los países de América Latina experimentarán disminuciones en el crecimiento económico en 2020, comparado con lo que se estimaba en 2018. En Venezuela se producirá la peor disminución de la economía (10%). Nicaragua y Argentina tendrán reducciones de más de 3%. Entre las grandes economías, Brasil y México completan un panorama negativo, con reducciones de 0,2% y 1,4% respectivamente.

Si ya es preocupante la perspectiva para 2020, lo es mucho más cuando se analiza el escenario del FMI para 2024. Solo Panamá, República Dominicana y Paraguay tendrán tasas de crecimientos superiores a 4% promedio entre 2020 y 2024. Diez países tendrán tasas de crecimiento anual de 3% o menos. América Latina y el Caribe tendrá las menores tasas de crecimiento económico cuando se compara con África y Asia. En otras palabras, la perspectiva de crecer para superar las restricciones acumuladas, no es la más evidente en este momento.

Que una región con tantas limitaciones de las condiciones de vida, como ha quedado demostrado en las últimas semanas, contemple estos escenarios de bajo crecimiento económico, solo puede esperar el agravamiento de las dificultades políticas. Y eso significará, con bastante probabilidad, la disminución de las inversiones, y mayores dificultades para la generación de mejores opciones de productividad. Y esto es sin mencionar la inmensa brecha en la elaboración de manufacturas de alto valor tecnológico.

La profundización de esta situación económica, sin atender adecuadamente las condiciones en las cuales se sobrevive en muchos países de la región, obliga a examinar las consecuencias en el ámbito político. Las restricciones fiscales obligarán a introducir cambios en los patrones de los programas públicos con la consiguiente afectación de los servicios y beneficios de la población. La escasez de recursos públicos puede agravar las ya tensas situaciones en varios países.

El mayor efecto de esta combinación de crisis políticas y deterioro del crecimiento económico, es la postergación de los cambios estructurales que requieren las sociedades de América Latina. Siendo que el desarrollo supone, cada día con más énfasis, el fortalecimiento de las capacidades para crear y difundir conocimientos, América Latina entra en esta nueva etapa del siglo XXI con serias dificultades. A menos que las sociedades acuerden políticas públicas orientadas a la diversificación productiva y a la ampliación de las libertades para la participación en todos sus órdenes, la distancia entre América Latina y otras regiones del mundo aumentará. El porvenir luce complicado, especialmente cuando hay poca conciencia en los liderazgos de las sociedades sobre la importancia de los acuerdos sostenibles. En la medida que no exista capacidad para crear y sostener acuerdos en la región, aumentarán las brechas de democracia y bienestar.

Politemas, Tal Cual, 30 de octubre de 2019

lunes, 4 de noviembre de 2019

Mal pronóstico para la Cobertura Universal de Salud

Hace pocas semanas, en el contexto de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se aprobó una declaración política al finalizar la reunión de alto nivel de los jefes de gobierno sobre Cobertura Universal de Salud. Sin rodeos, la declaración reconoce que las acciones para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (en 2030) relacionadas con la Cobertura Universal de Salud son inadecuadas. También se señala que el nivel de progreso hasta la fecha es sencillamente insuficiente.

En este contexto, sigue la declaración, la posibilidad de garantizar servicios de salud a la mitad de la población del mundo (que ahora no los tiene), será inalcanzable. De especial significación es el hecho que no se podrá tampoco cumplir con la meta de protección financiera universal en salud. Esto implica que continuarán afectados los 800 millones de personas que en la actualidad deben gastar de su bolsillo más del 10% del ingreso mensual para cubrir los costos de la salud. Y también se agravará la situación de los 100 millones de personas que caen cada año por debajo de la línea de pobreza por el gasto de bolsillo que deben asignar para sufragar la salud. Todas estas circunstancias están afectadas por el hecho de que a escala global menos del 40% de los gastos de atención primaria de salud proviene de fuentes públicas.

En el fondo, el incumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible sobre el que alerta esta declaración política, tiene una razón central: la creencia y práctica extendida en muchos países de que es posible alcanzar la protección financiera universal con políticas de salud que no enfaticen la inversión pública. Dicho de otra forma: solo a través del fortalecimiento de las fuentes públicas de financiamiento será posible alcanzar la cobertura financiera de la salud.

La causa es tan sencilla como poco asumida, especialmente en el ámbito de América Latina, solo por citar un área del mundo emergente. Se trata de que las imperfecciones del mercado tienen una expresión muy marcada en los servicios de salud. La intervención pública es fundamental para que aquellos que no tienen los recursos, y son generalmente los que tienen menos nivel educativo, trabajos menos protegidos, y menos acceso a las fuentes de información, puedan acceder a servicios de salud con la requerida calidad.

Esta es la justificación de política pública para que, en los países de alto ingreso, exista la preponderancia de las fuentes públicas en el financiamiento de la salud. Esto ha significado que, en estos países, algunos de ellos con economías altamente intensivas en creación de valor, el gasto de bolsillo de los ciudadanos en salud se encuentre entre los más bajos del mundo (baste citar los casos de Dinamarca, Japón, entre otros). En los diez países con menor gasto de bolsillo en la OECD, el 80% de todo el gasto de salud proviene de fuentes públicas.

En América Latina la tendencia ha sido otra. En nueve países de la región, más del 35% del gasto de salud es aportado por las personas. En algunos de ellos, como Brasil y Venezuela, la gran mayoría del gasto de salud proviene de fuentes privadas. En consecuencia, es obvio que no se alcanzará la meta de protección financiera en 2030. Todo lo contrario, en muchos países los riesgos de retroceso de la cobertura son marcados. Y en algunos, como es el caso de Colombia, con notables avances en las últimas décadas, corren el riesgo de retroceder por las dificultades para el crecimiento económico o por las restricciones fiscales, o por las dos cosas.

Es evidente que el logro de la cobertura financiera de salud supone la transformación total de la concepción de lo público en nuestros países. Las experiencias estatistas de las últimas décadas han contribuido a desprestigiar el valor de la participación pública, en ámbitos tan justificados como la salud. La ausencia del debate sobre estas opciones, y el rechazo a apreciar las evidencias de los países más avanzados en esta materia, no han hecho otra cosa que ampliar la brecha de políticas, y, por ende, terminar alejando a millones de latinoamericanos de las posibilidades de servicios de salud de calidad con protección financiera universal.

El mal pronóstico es el resultado de la ausencia de visión y liderazgo para imaginar nuevas posibilidades que permitan acordar sobre los recursos públicos en sociedades democráticas. No alcanzar la cobertura universal de salud es, fundamentalmente, una falla de la gobernabilidad democrática.

Politemas, Tal Cual, 23 de octubre de 2019