Luego de año y medio de evolución de la pandemia, existe un gran consenso en considerar a América Latina como la región más afectada del mundo. Con 8% de la población, América Latina ha registrado el 20% de los casos y el 32% de las muertes a escala global. Al día de hoy, el 45% de las muertes diarias por covid-19 ocurre en la región. Mientras solo dos países de la Unión Europea tienen una tasa de mortalidad diaria por covid-19 superior a 1 muerte por millón de habitantes, en América Latina quince países (de 20) superan ese nivel. En los cinco países restantes, hay varios con altos niveles de subregistro de mortalidad.
Estos efectos tienden a aumentar porque las perspectivas de control de la pandemia en la región indican que no se producirá rápidamente. Al ritmo de vacunación que se ha registrado en los últimos quince días, solo tres países pueden alcanzar la cobertura meta en 2021 (Chile, Uruguay, y República Dominicana). Ocho países (Bolivia, Cuba, Colombia, México, Costa Rica, Perú, El Salvador, y Panamá), de mantener el ritmo actual, podrían alcanzar la cobertura meta en 2022. En el resto de los países (nueve) se alcanzaría en 2023 o después. Es decir, los efectos de la pandemia se podrían prolongar por al menos cuatro años.
A este inmenso impacto en términos de personas que han contraído la enfermedad, y han fallecido, se debe agregar el devastador efecto social y económico, expresado en el aumento de la pobreza, pérdida de días de actividad educativa y productiva, desempleo, e inestabilidad institucional.
En este contexto es conveniente analizar las posibles causas que han condicionado este bajo desempeño de la región para enfrentar la pandemia. Múltiples factores abarcan desde la capacidad de diseño e implementación de políticas públicas de los gobiernos, pasando por las restricciones económicas, y las debilidades estructurales de los mercados de trabajo. Pero es indudable que uno de los factores específicos es el desempeño de los sistemas de salud, tanto por su función directa en las políticas de control y tratamiento, como por las vinculaciones con las otras áreas de políticas públicas.
La pandemia ha demostrado en la práctica la importancia de la premisa básica para la organización de los sistemas de salud. Esto es, contar con los recursos y procesos para identificar riesgos individuales y colectivos. El hecho de que la pandemia se exprese de manera diferente en áreas locales y en familias, indica la importancia que tiene contar con una institucionalidad que sea capaz de discriminar estos riesgos, y enfrentarlos. Como estos riesgos son individuales, la situación ideal es que todas las personas, sin excepción, tengan acceso a la protección financiera de salud, y a los servicios que se requieren.
Para garantizar que cada persona esté cubierta, tanto en la protección financiera, como en los servicios, los sistemas de salud han evolucionado, en general, en dos modalidades. En la primera modalidad están los países que ha financian los servicios de salud con impuestos generales (el modelo inicialmente desarrollado en el Reino Unido, y posteriormente seguido por Dinamarca, España, Portugal, Italia, entre otros). En la segunda modalidad están los países que financian los servicios de salud con contribuciones derivadas de la relación laboral (tanto de las empresas como de los trabajadores). Entre los países con esta modalidad se puede señalar a Alemania y Francia. En la gran mayoría de los países se ha optado por alguna de estas modalidades, sin prejuicio de las características específicas que han configurado.
En ambas modalidades, el objetivo fundamental es facilitar que todas las familias tengan acceso a la protección financiera sin comprometer los ingresos regulares. Es por ello que dentro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) para el año 2030, se establece que todas las personas deberán tener protección financiera de salud, es decir, que ninguna familia deberá sufragar directamente gastos de salud superiores al 10% de los ingresos mensuales. Este gasto se denomina de bolsillo para expresar que proviene directamente de las familias. Cuando el gasto de bolsillo de las familias para salud, supera el 10% del ingreso mensual se denomina gasto catastrófico para indicar justamente el impacto negativo que tiene en el bienestar. En otras palabras, en 2030 ninguna persona del planeta deberá estar en situación de gasto catastrófico en salud.
Lamentablemente, en América Latina las mediciones del gasto catastrófico, para las cuales se requieren encuestas por muestreo, no son regulares. Por lo tanto, se debe acudir a mediciones indirectas de la protección financiera. Una de ellas es el porcentaje de gasto de bolsillo que se dedica en los países para financiar los gastos totales en salud. A mayor porcentaje de gasto de bolsillo, es posible inferir que existe mayor proporción de población sin acceso a protección financiera. La base de datos de la OMS sobre gasto en salud (Global Health Expenditure Database) permite comparar los países en este aspecto. Los últimos datos disponibles corresponden al año 2018.
De acuerdo con estos datos, solo tres países de América Latina tenían en 2018 menos de 20% de gasto de bolsillo con respecto al total de gastos de salud (Cuba, Colombia, y Uruguay). Esto contrasta con la Unión Europea en la cual la mayoría de los países (15) tenían menos de 20% de gasto de bolsillo. El porcentaje promedio de gasto de bolsillo en los países de América Latina era 32,9, mientras en la Unión Europea era 21,7. Entre 2000 y 2018, el promedio de gasto de bolsillo en los países de América Latina solo se ha reducido en 7%, y solamente un país ha pasado al grupo con menos de 20% de gasto de bolsillo (Uruguay). La magnitud del gasto de bolsillo superaba en 2018 el 35% en ocho países de América Latina (Venezuela, Ecuador, México, Haití, República Dominicana, Paraguay, Honduras, y Guatemala). En los dos últimos países el gasto de bolsillo es superior al 50% del gasto total en salud.
El gran porcentaje del gasto de bolsillo en los países de América Latina expresa en la práctica que la protección de la salud es una situación individual, no colectiva. Esto es, que cada persona y familia debe velar por su propia protección financiera. Por supuesto esto contradice todos los principios no solo en la garantía de la protección, sino en las premisas de salud pública, por cuanto los riesgos son mayores justamente en las personas con menor protección financiera. Esta es la razón por la cual la gran proporción de personas que laboran en el mercado informal en la región no están protegidas tampoco. De allí que, al riesgo a la salud, especialmente en situaciones como la pandemia, estas personas deben agregar la necesidad de salir de las viviendas para conseguir el sustento diario. Ambos riesgos se potencian, y explican la inefectividad de los confinamientos, y la prolongación de la pandemia en la región.
No solo la protección financiera es clave para incorporar a las personas al sistema de salud, también es fundamental para permitir al sistema de salud la vinculación directa con los servicios. Esta es la razón que puede explicar las dificultades de los sistemas de salud de la región para la detección de casos cuando no se tiene información sobre las familias, y para vacunar con rapidez a la alta cantidad de personas que lo requieren.
La pandemia ha dejado en evidencia que la protección financiera de la salud en la región requiere una transformación significativa. De sistemas en los cuales no se puede identificar riesgos individuales, familiares y colectivos, se debe pasar a sistemas de amplia incorporación y seguimiento. Y eso supone modificar los criterios de financiamiento y de organización de los servicios de salud. Es bastante claro, por los efectos que ha tenido la pandemia, que muchos países de la región deben considerar en profundidad la modalidad de financiamiento a predominio fiscal con el objeto de incorporar toda la población a los beneficios de un sistema de salud inclusivo.
Politemas, Tal Cual, 30 de junio de 2021
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