Lo que está a la vista no necesita anteojos. La agresión sistemática contra la propiedad privada, expresada tanto en el lenguaje como en la práctica, a través de tomas de empresas, confiscaciones, no deja ya mucho espacio para la duda. La “revolución” ha decidido aclarar de una buena vez que el proyecto del Socialismo del Siglo XXI pasa por tomar control de la propiedad. Tal como había sido expresado en la propuesta de reforma constitucional de 2007.
Lo que no se pudo imponer por los votos, ahora simplemente se realiza a través de actos administrativos. Quizás en pocos días ya habrá “bases legales” que permitan ir más lejos. Todo lo cual deja claro que el gobierno tiene muy claro que su objetivo es minar el concepto de propiedad individual y colectiva. Justamente la base del capitalismo. Sin derechos de propiedad de los bienes, y todos los que de ella se derivan, como por ejemplo el derecho de creación, no hay forma de generar los incentivos sociales para que la producción de riqueza sea sostenible.
No se trata, obviamente, y menos después de diez años de Petro-Estado bolivariano, de asumir propiedades para que sean más productivas. Esa no una característica de un Estado petrolero que se respete. Acá de lo que se trata es el control de todo el aparato estatal, o de una gran parte, para que la provisión de empleos esté completamente dirigida por la élite gobernante. Porque el control de la nómina es la forma de garantizar la continuidad revolucionaria.
Los estados que pretendieron dominar a las sociedades a través del control del empleo público tienen un nombre muy claro. Fueron los estados comunistas. Prácticamente todo el siglo XX presenció el surgimiento y desaparición del llamado comunismo. En 1989, año del inicio del fin del comunismo, los países bajo ese tipo de gobierno se encontraban en el 17% del territorio del mundo y tenían el 9% de la población mundial. Nada despreciable.
En todos esos países uno de los rasgos característicos era la preponderancia del gobierno (o de las empresas del estado) en el empleo. Mientras en los países de Occidente la proporción de empleo de fuentes públicas escasamente pasaba de 21% en 1988, en los países comunistas la proporción alcanzó a 90%. En Checoeslovaquia alcanzaba a casi el 99%. En la Unión Soviética a más de 96%.
En tales condiciones no es muy complejo imaginar que la productividad de las economías comunistas distaba mucho de sus contrapartes en economías de mercado. Lo que en las comunistas requería más tiempo, más recursos, y menos avance de tecnologías, en las otras era mucho más eficiente. Esta situación no fue la única causa de la caída del comunismo. Pero, sin duda, tuvo mucho que ver.
Y es acá, entonces, que en la primera década del siglo XXI, el gobierno actual, después de malbaratar muchos de los recursos provenientes del boom de precios petroleros, procede a ocupar más espacios para maximizar la creación de empleo público y aumentar la dependencia que, según ellos, debe tener la sociedad frente al Estado.
Sabemos, sin embargo, que la ruina del comunismo fue real. Que de sus cenizas emergieron muchos países, y algunos de los anteriores recobraron un marco de pluralismo político y modernización económica. Para nuestros gobernantes esta historia simplemente no existió. En un arranque de prepotencia e ignorancia se disponen a imponer a la sociedad venezolana una “receta” fracasada y obsoleta. Dicen que los grandes mitos también llevan a grandes fracasos. Estamos en puertas de uno estrepitoso.
Politemas, Tal Cual, 20 de mayo de 2009
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