La semana pasada el FMI presentó sus estimaciones económicas hasta el año 2022. De acuerdo con esos pronósticos, la tasa de inflación de Venezuela al final de este año sería 1.133%. Para el final de 2018 la inflación llegaría a 2.500%. Y de continuar esta tendencia, la tasa de inflación en 2022 sería 4.600%. Por supuesto, este es el escenario de continuar como van las cosas, esto es, sin que el gobierno nacional tome las medidas adecuadas a la brevedad posible.
La primera vez que el FMI señaló que la tasa de inflación de Venezuela llegaría a más de 1.000%, fue en abril de 2016. Ya se advertía en aquel momento la gravedad de la situación. Este año es el cuarto seguido en que la tasa de inflación del país es la más alta del mundo. Por primera vez en 25 años, América Latina y el Caribe tienen un país con una tasa de inflación superior a 100%. Solamente Zimbabwe tiene un récord inflacionario mayor que Venezuela en el siglo XXI.
La situación inflacionaria del país ha superado ya todas las expectativas. El riesgo hiperinflacionario, esbozado el año pasado, es más creciente. Analistas nacionales e internacionales prácticamente han argumentado que estamos en los inicios del proceso hiperinflacionario. Si ello fuera el caso, sumaríamos a este rosario de calamidades que sería la segunda hiperinflación en un país de la OPEP, pero la primera en un país de la organización que no haya sido afectado por una guerra. No hay mucho más que agregar para ilustrar la magnitud de esta debacle económica.
A pesar de todas estas indicaciones, en la agenda pública el tema no recibe la atención que una emergencia de esta naturaleza exige. El gobierno ni siquiera ofrece cifras sobre la inflación. Desde finales de 2015 (es decir, casi dos años atrás), el BCV no publica los indicadores requeridos para conocer y analizar la marcha de la inflación. Por otra parte, las políticas económicas no han experimentado ningún cambio. Todo lo contrario, lo que se está implementado no hace otra cosa que agravar la situación. Llegado a cierto nivel, cada día más cercano, es más complicado intervenir para interrumpir la escalada hiperinflacionaria.
En este contexto, la afectación de la población es total. La hiperinflación, de declararse definitivamente, es el peor estado de la destrucción de una economía. Todos los mecanismos de intercambio, incluyendo la velocidad que adquieren las transacciones, serán alterados y, por consiguiente, tendrán efectos devastadores sobre la moneda. Los ingresos de las familias, los bienes que consumen, los servicios que reciben, serán afectados en grado extremo. El deterioro social que se ha experimentado en los últimos cuatro años, se agravará de manera severa.
Es totalmente irónico que una calamidad de estas proporciones esté avanzando sin que se aprecie como tema de discusión pública. La negación de la realidad está operando a toda marcha. De parte de los responsables de la política económica la evasión es total. Los efectos de sus acciones y omisiones se sentirán con toda fuerza en la medida que se desate más aún el deterioro inflacionario. Para toda la sociedad, especialmente para sus liderazgos políticos, productivos, laborales, eclesiales, académicos, esta es una situación que merece total atención. Está en juego, como decía Keynes, las bases fundamentales de la sociedad.
Politemas, Tal Cual, 18 de octubre de 2017
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