El gobierno del presidente Chávez no tiene quien lo controle. Poco a poco ha ido eliminando la institucionalidad que pudiera disentir de la hegemonía presidencial. En Venezuela no existe desde 1999 una de las reglas clásicas de la democracia: la independencia de los poderes públicos.
Algunos sostienen que el balance de poderes es un “lujo político”. Que hay que preocuparse primero de los problemas de la gente. Y dejar tanta filosofía sobre los derechos políticos. Craso error. Los que así piensan, tanto en el gobierno como en la oposición, le hacen un pobre servicio a la democracia. La debilitan. Dejan el campo abierto al autoritarismo de turno.
El equilibrio de poderes no es una exquisitez institucional. Es la piedra angular de las democracias modernas. El paso de las sociedades absolutistas a sistemas abiertos se hace justamente porque no existen verdades indiscutibles. Porque los gobernantes son servidores de la sociedad. No pueden dominar a los ciudadanos. Porque un gobernante autoritario impide el desarrollo en libertad y la diversidad de opciones. La sociedad que acepta una sola verdad, aquella que emana del control de poder, ha dejado de ser libre. Es una sociedad esclava.
La Constitución de 1999 estableció varios poderes públicos. A cada uno de ellos le asignó funciones para controlar a los otros. Así tenemos que el artículo 187 faculta a la Asamblea Nacional para “ejercer funciones de control sobre el Gobierno y la Administración Pùblica”. El artículo 254 establece que el Poder Judicial es independiente y que el Tribunal Supremo de Justicia goza de autonomía funcional, financiera y administrativa. El artículo 274 indica que el Poder Ciudadano, esto es el integrado por la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía General y la Contraloría General, es independiente y sus órganos gozan de autonomía. También la Constitución dedica unos cuantos artículos para explicar los mecanismos democráticos para el nombramiento de estos poderes.
Antes de que la Constitución de 1999 cumpliera una semana, todos los artículos anteriores se convirtieron en letra muerta. El poder Ejecutivo procedió, sin el menor rubor y en el estado de conmoción producido por la tragedia de Vargas, a nombrar a los representantes del Tribunal Supremo, de la Fiscalía, de la Contraloría, y del CNE. Lo que tenemos ahora es la consecuencia de esta violación del Estado de Derecho. La exclusión de la oposición de los acuerdos electorales y de la Asamblea Nacional en diciembre pasado, no ha venido sino a completar la dominación por parte del poder Ejecutivo.
No debe extrañar entonces que las leyes no se discutan, que simplemente se acaten cuando se envían de Miraflores. Que no se interpele a los ministros. Que las destituciones de jueces se hagan en tiempo récord. Que abandonemos acuerdos comerciales, en los cuales hemos invertido décadas, en cuestión de segundos. Que se amenace a los medios de comunicación. Que no se pueda realizar una auditoría confiable del registro electoral. Que las violaciones de los derechos humanos se conozcan más en los órganos interamericanos que en los tribunales del país.
Pero la ausencia del equilibrio de poderes también afecta el bienestar de la gente. Nadie sabe cuál es el gasto público del país. Nadie sabe si las asignaciones presupuestarias cumplen lo prometido. La mayoría de las denuncias sobre manejos indebidos de los fondos públicos caen en saco roto. Nadie pide explicaciones a los ministros sobre la falta de viviendas, la falta de servicios, la falta de comida, la falta de la calidad en las escuelas. El gobierno del presidente Chávez se quiere acostumbrar a no tener disidencia. A tener una sola voz y una sola verdad.
La sociedad democrática venezolana no acepta el autoritarismo. Sabe que el debate es el primer paso para garantizar la libertad y promover el progreso. Sabe que la madurez se alcanza cuando se respetan las instituciones y se coloca el bienestar en el centro de la acción pública. Ojalá los líderes actúen en consecuencia.
Politemas, Tal Cual, 28 de junio de 2006
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