Perú y Venezuela comparten un rasgo indeseable de los sistemas políticos. Ambos países han experimentado el desarrollo de los únicos regímenes autoritarios en las últimas dos décadas en América Latina.
El gobierno de Alberto Fujimori abarca toda la década de los noventa. Se inaugura en 1990 a través de la victoria electoral y termina en noviembre de 2000 con la renuncia y el exilio en Japón. En el caso de Venezuela, el gobierno autoritario se inicia también con una victoria electoral. A medida que ha avanzado no ha quedado duda del rechazo del presidente Chávez a toda forma y fondo de una democracia moderna. Su afán continuista es hoy en día su rasgo más notorio.
Los dos gobiernos se nutren de crisis políticas, económicas y sociales. En el ámbito político las victorias electorales de Fujimori y Chávez son producto del deterioro significativo del sistema de partidos. Ante tal decadencia política, ambos líderes construyen movimientos personalistas, dependientes de sus voluntades autoritarias. En el aspecto económico, capitalizan el descontento con los gobiernos precedentes, en términos de la incapacidad para generar bienestar, especialmente en los sectores más pobres de la población. En el aspecto social, ambos liderazgos ofrecen alternativas renovadas ante crisis sistémicas en sus países.
La esencia autoritaria de ambos regímenes no se hace esperar. En el caso de Fujimori la exclusión se ejerce a través del “autogolpe” de 1992, el cual deja sin efecto la institucionalidad democrática peruana y abre el camino para la formalización autoritaria expresada en la Constitución de 1993. El nuevo Congreso fue dominado ampliamente por el sector fujimorista. El predominio del Ejecutivo era pleno, hasta el punto de modificar la composición del Poder Judicial cuando dictó la sentencia contraria a la reelección presidencial.
En nuestro caso, ya es harto conocida la marcha de la imposición autoritaria. También encontramos una Constitución excluyente, y la completa dependencia y subordinación del resto de los poderes públicos a la voluntad suprema del Poder Ejecutivo.
Llegado el momento ambos gobiernos se declararon continuistas. Fanáticos de la reelección. Fujimori decide optar por el tercer período en 2000. Ha quedado claro que las condiciones electorales de la primera vuelta de ese año se caracterizaron por el uso masivo de los recursos públicos a favor de la candidatura de Fujimori, por la presión sobre los medios de comunicación para impedir propaganda de otros candidatos, por los obstáculos a la participación política de la oposición, hasta cometer irregularidades en el software electoral, así como la adulteración de firmas y votos.
El caso de Perú ilustra que los gobiernos autoritarios tienen mucho que perder si las elecciones son limpias y transparentes. Ante el riesgo de que se exprese con nitidez la voluntad popular, están dispuestos a preservar el control de las diferentes fases del proceso electoral, así como a restringir la participación amplia de los sectores opositores. En la Venezuela actual ya tenemos suficientes evidencias de la inequidad en el financiamiento de los partidos políticos, así como el abuso de los medios de comunicación por parte del gobierno.
El derrumbe de Fujimori fue posible, en gran medida, por la existencia de la segunda vuelta. Ante las múltiples evidencias de irregularidades y la dificultad para declarar con claridad un ganador, el candidato Toledo decidió retirarse y forzar el final de la crisis política. Fujimori “ganó” la elección, pero perdió el poder dos meses más tarde.
La alianza democrática venezolana debería tomar en cuenta estas lecciones. La experiencia de Perú indica que es posible derrotar a los autoritarismos con opciones electorales. La inexistencia de la doble vuelta en Venezuela obliga a acordar de la manera más estricta las condiciones electorales. De lo contrario, estaremos abriendo la puerta a la prolongación autoritaria en Venezuela.
Politemas, Tal Cual, 22 de febrero de 2006
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