Una mirada al contexto internacional, especialmente en nuestra América Latina, deja muchas preguntas sobre la estabilidad y madurez de las democracias. A pesar de los esfuerzos de democratización que experimentó la región desde los setenta, al pasar de una mayoría de regímenes dictatoriales militaristas a gobiernos de origen electoral con reglas democráticas, es evidente que nuestros sistemas políticos distan mucho de ser efectivos y sostenibles.
Tales esfuerzos de democratización han alcanzado, sin embargo, éxitos importantes. La regularidad de las elecciones, el diseño de instituciones basadas en el equilibrio de poderes y en el respeto a la justicia como garante de la institucionalidad, son mucho más frecuentes que hace treinta años. Los pueblos de América Latina se han acostumbrado al ejercicio electoral y a la profundización de la participación. La descentralización con su consiguiente diversidad de gobiernos subnacionales y locales es una excelente muestra de la riqueza de nuestro ambiente democrático.
Pero es también claro que muchos problemas persisten. La brecha en el acceso a derechos, especialmente en lo que respecta a las condiciones sociales y económicas, así como en la disparidad en los mercados laborales son demostraciones del camino por recorrer. La pobreza y la desigualdad siguen siendo asignaturas pendientes en la realidad de nuestras sociedades, de manera que el perfeccionamiento de la democracia sea una exigencia permanente.
En los últimos años, para complicar más las cosas, también hemos experimentado retrocesos en la maduración institucional democrática. El gobierno de Alberto Fujimori en Perú en la década de los noventa, así como el gobierno del presidente Chávez en los últimos nueve años en Venezuela, son demostraciones de que se puede involucionar en la calidad de los canales democráticos.
Estos ejemplos pueden no ser los únicos. Es evidente que los gobiernos de Bolivia, Ecuador y Nicaragua, en mayor o menor medida, también han reducido los espacios para la expresión democrática. Al igual que en otras épocas de nuestra historia, los procesos tienden a repetirse, especialmente si hay recursos y voluntades políticas.
Todo lo anterior es signo claro de que en esta primera década del siglo XXI no se puede asegurar que la democracia sea irreversible en América Latina. Basta mirar al caso de Venezuela para entender que la pérdida de los espacios democráticos es siempre una posibilidad cuando se deja de cultivar la institucionalidad de los acuerdos.
La tendencia que se experimenta en América Latina no dista mucho de la que se observa en otras regiones en desarrollo. En muchos países las formalidades democráticas, esto es, contar con elecciones regulares, abiertas y respetadas, no se acompañan con el establecimiento de sistemas que promuevan la transparencia, el respeto a los derechos humanos, especialmente de los sectores más pobres, y la reducción de la desigualdad económica y social. Los países que han dado el salto a democracias efectivas representan lamentablemente una minoría.
La consecuencia de esta falla en la democratización lleva, en algunos casos, de vuelta a expresiones autoritarias. Esto es, sistemas en los cuales se abandonan incluso los valores consustanciales a la práctica democrática. Quizás no hay mejor ejemplo para ilustrar este aspecto que lo sucedido en Venezuela en estos nueve años.
La frecuencia de estas fallas de democratización queda expresada en la cantidad de nombres que reciben estos modelos en el mundo académico, entre ellos, “democracias defectuosas”, “democracias iliberales”, “autoritarismos competitivos”, “autoritarismos electorales”, “falsas democracias”. Todo lo cual refuerza la importancia que se debe asignar a la definición de los contenidos y formas democráticas, así como al diseño de los mecanismos que permitan su sostenibilidad y fortaleza.
En esta primera etapa del siglo XXI promover la democracia sigue siendo un valor y, en muchos casos, el centro de la acción política. Repensar las modalidades y prácticas democráticas es posiblemente el reto ciudadano más exigente que tienen los países en desarrollo. No enfrentarlo con seriedad y compromiso es quizás el primer paso para abonar el autoritarismo.
Politemas, Tal Cual, 8 de agosto de 2007
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